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Real, Pontificia, Antiquísima, Ilustre, Franciscana y Penitencial Hermandad y Cofradía del Señor Atado a la Columna y de Ntra. Sra. de la Fraternidad en el Mayor Dolor

Presentamos a continuación el estudio realizado por el Departamento de Arte de la Universidad de Zaragoza, coordinado por D. Ernesto Arce Oliva, sobre la talla del Santísimo Cristo Atado a la Columna que fue el origen de nuestra Cofradía en el año 1.804.

Sabíamos, y ya teníamos datos concretos, que desde 1.796 había culto público en torno a esta imagen, lo cual hacía suponer que la fecha de realización debía de ser por supuesto bastante anterior, ya que, para que una imagen tenga culto, devoción, y en torno a ella se constituya hasta una cofradía, se necesita que pase un cierto tiempo.

Lo que ya no imaginábamos es la antigüedad real que se nos plantea en este promenorizado estudio, ni por supuesto, como frecuentemente ocurre en Aragón, que es una talla que estaba infravalorada artísticamente.

Este estudio coloca a esta Imagen entre las más antiguas de cuantas se procesionan en Zaragoza y aporta importantísimos datos sobre ella. Creemos sinceramente que el mismo es una importante aportación a la celebración que este año están viviendo las R.R.M.M. Dominicas en el 700 Aniversario de su fundación en Zaragoza.

D. Ernesto Arce Oliva

Profesor del Departamento de Arte de la Universidad de Zaragoza

 


      PRELIMINAR       

 

La Cofradía del Señor Atado a la Columna, que desde 1966 tiene su sede en la iglesia de Santiago de Zaragoza, nació en 1940 como filial de la antigua Hermandad de igual título, a su vez instituida en 1804 en el desaparecido convento zaragozano de Santa Fe, de religiosas dominicas, que a la sazón se alzaba en las inmediaciones de la actual plaza de Salamero (1).

El origen de la Hermandad guarda inmediata relación con la pieza escultórica que aquí nos interesa: un Cristo atado a la columna que de antiguo se veneraba en el templo de aquel convento y que desde 1991, cada Semana Santa y portado en una peana a hombros de ocho congregantes, es sacado procesionalmente por la citada cofradía. En efecto, su fundación obedece al propósito de algunos «Devotos de la Pasión y muerte de nuestro Redentor» de perpetuar el culto a tan «Soberana Imagen», culto que pocos años atrás los mismos devotos habían decidido «hacer más público» dedicándole, con este objeto y desde 1796, una solemne fiesta anual.

Tales son, insertas en las ordinaciones de la Hermandad aprobadas en 1804 (2), las más viejas noticias de las que de momento disponemos acerca de esta escultura. De una talla, por cierto, apenas estudiada, puesto que no ha traspasado el límite de su mera consignación catalográfica después de haber sido escuetamente registrada por Francisco Abbad Ríos, en el Catálogo monumental de la provincia de Zaragoza, como obra de buena factura de mediados del siglo XVII (3).

Por lo demás, la imagen acompañó a sus depositarias, las religiosas dominicas, en su andadura por distintos conventos de Zaragoza. Primero al de Santa Rosa, adonde fueron conducidas en 1837 por orden gubernamental de resultas de la Desamortización, y luego, en 1841, al de Santa Inés, también de dominicas, todo ello ante de que en 1964 fuera llevada a su postrero destino, en el nuevo de Santa Inés sito en las afueras de la ciudad (4). Traslado, este último, durante el cual se perdió el retablo que hasta entonces la había acogido, que todavía pudo contemplar Abbad Rios, cuando redactaba su Catálogo allá por los años cuarenta, y cuya fisonomía barroca sólo conocemos merced a alguna antigua reproducción fotográfica (5). Era, en fin, un somero dispositivo arquitectónico a modo de tabernáculo o cuadro de altar, ensamblado mediante un par de columnas salomónicas y presidido desde el ático por un busto de Dios Padre como autor del drama de la Redención, papel que le adjudica, entre otros escritores religiosos, el P. Molina en sus Ejercicios Espirituales, publicados en 1615 y en los que, glosando el significado de la expresión «Ecce homo» pronunciada por Pilato al mostrar a Cristo maltratado al pueblo judío, pone en boca del Padre Eterno estas palabras dirigidas a cada uno de los miembros del género humano: (…) Mira hombre, qué tanto es el amor que te tengo, y quanto estimo la salud de tu alma; pues por ella he dado a mi Hijo unigénito, á quien amo como á mi mismo, y en quien me agrado, y tengo todos mis deleytes, y regalos (…). En él conoce el amor, que te tengo, y aprende á bolverme el retorno, que merece esta caridad, amandome con amor puro; y verdadero, y no rehusando hacer, y padecer, todo lo que a mi me agradáre, ni buscando nada tu interés, ó utilidad, sino mi honra y servicio (6).

      Iconografía y estilo       

 

De tamaño algo menor que mediano (0,86 m. de altura) y labrada en madera, dorada y policromada, la figura de Cristo hace gala de un buen estado de conservación, sin otros daños reseñables, fuera de ligeras erosiones en la policromía, que el de tener amputados los dedos índice de la mano izquierda y meñique de la derecha.

Dispuesta sobre una sencilla peana rectangular, la obra reproduce la Flagelación con la solitaria efigie del Redentor en posición erguida, conforme prescribía la ley romana para la administración de este castigo, apenas vestido con el paño de pureza y atado por las muñecas a una columna alta. Esto es, con arreglo a la fórmula iconográfica empleada en la representación de este episodio de la Pasión, al menos en lo que atañe al tipo de columna, hasta las postrimerías del siglo XVI. Porque en lo sucesivo la Contrarreforma promoverá el uso de la columna baja, preferentemente de forma abalaustrada, evocando la que desde 1223 atesoraba la basílica romana de Santa Práxedes y venerada como la verdadera, con la garantía de su supuesta procedencia del pretorio de Pilato donde había sido azotado Jesús, en detrimento de la entera existente en Jerusalén, rescatada de las ruinas de la casa de Califás y guardada en la capilla de los franciscanos del templo del Santo Sepulcro. Todo ello fruto del interés de la Iglesia postridentina por someter a control la autenticidad de las reliquias a la vez que fomentaba su culto, junto con el de las sagradas imágenes, en respuesta a la crítica formulada por el protestantismo acerca de las mismas (7). De suerte que esta versión empezará a introducirse en el arte español al declinar el siglo XVI, acaso por medio de pintores italianos atraídos por la gran empresa artística de El Escorial (8), aunque en el campo de la escultura será el célebre Gregorio Fernández quien la popularice iniciada ya la centuria siguiente (9). Pero el éxito obtenido en aquel entonces por esta última modalidad iconográfica no contaba con la sanción de las Sagradas Escrituras, ya que cuando los evangelistas aluden a la Flagelación se limitan a decir que Jesús fue azotado (10) y aun, en el caso de Lucas (11), sólo castigado, sin hacer mención expresa de los azotes, hasta el extremo de que, como advirtiera Reau, «no se puede citar otro ejemplo de una tan flagrante desproporción entre el laconismo de los textos y la prodigiosa riqueza de la imaginaría que produjo» (12). Y de ahí que en el seiscientos, pese a ponerse de moda la truncada, no desaparezca definitivamente la columna completa en la representación de este asunto, quedando la decisión a criterio bien de los encargantes, bien de los artistas: así se desprende de las palabras del pintor Francisco Pacheco cuando, al describir en su Tratado de Pintura una obra suya de esta devoción e independientemente de las contradictorias citas de autores sagrados que acopia, justifica no haberla ejecutado recurriendo a la columna de Santa Práxedes, «a modo de balaustre antiguo, con una argolla de hierro en lo alto», sencillamente porque: «(…) en otra semejante ocasión la pinté, y en esta con mayor acuerdo me pareció pintar la alta» (13).

La alta es, en suma, la que incorpora nuestro ejemplar, siguiendo la costumbre tardomedieval que, según se ha visto, se transmite al siglo XVI y perdura, aunque en franco retroceso, durante la centuria siguiente. Ahora bien, Cristo no se dispone de espaldas a la columna, atado a ella con las manos detrás del cuerpo, ni tampoco abrazando su fuste, que son los modelos comúnmente utilizados en el quinientos y ambos recogidos en sus grabados por Alberto Durero: aquél en las series de La Pequeña Pasión grabada en cobre y La Pasión Albertina, y éste en las denominadas La Gran Pasión y La Pequeña Pasión en madera (14) todas ejecutadas entre 1495 y 1513. Y es que extendidos los brazos hacia adelante y cruzadas las manos a la altura del vientre, para quedar preso por las muñecas a la columna mediante una Sagrada Ligadura postiza, en realidad se atiene a una variante iconográfica que en España hallamos a finales del siglo XVI. Por ejemplo, en el Cristo a la columna pintado en 1557 por Juan de Sariñena (Colegio del Patriarca, Valencia) que, a su vez, se inspira en el Resucitado de Santa Maria sopra Minerva de Miguel Angel (1519-1520). De hecho, el zaragozano, como el de Juan de Sariñena, evoca del modelo miguelangelesco la posición de las piernas, con la izquierda levemente doblada y retrasada respecto de la contraria, el movimiento contraposto de ritmo clasicista, aunque aquí resulte algo más envarado, y el giro de la cabeza, levantada hacia la izquierda en dirección opuesta a la que siguen las manos, proyectadas hacia la derecha.

Análogo compromiso clasicista denota la anatomía que, sin llegar a opulenta, ostenta cierta impronta romanista. Labrada con corrección y bien proporcionada, aunque acaso las piernas acusen cierta cortedad, está modelada a base de suaves gradaciones y sin excesiva insistencia en la descripción de los pormenores, de modo que los músculos no parecen afectados por la tensión a que previsiblemente debiera someterles tan cruel castigo. Y con este tono de dramatismo contenido en el estudio anatómico armoniza el paño de pureza, de textura gruesa, anudado sobre la cadera derecha y dejando al descubierto el ceñidor sobre la izquierda, que se resuelve en forma de pliegues escasos, no demasiado profundos y nada aristados, sin apenas despegarse del cuerpo.

Por lo demás, también el barniz brillante del encarnado, que subraya la tersura del tejido epitelial, su entonación clara, que contrasta abiertamente con la oscura de los cabellos y el jaspeado de la columna, y la relativa discreción con que se reparten las rojas salpicaduras de sangre por la superficie de la piel al parecer muy retocadas, contribuyen a subrayar el ingrediente idealista que sazona el clasicismo de la talla, completándose la policromía con el estofado del perizoma, asimismo blanquecino pero ahora de tono mate, que todavía conserva un sencillísimo adorno a base de motivos geométricos esgrafiados (15).

El rostro, en cambio, opera en sentido opuesto, matizando ese tono idealista con un incipiente naturalismo -o, mejor, con un modo distinto que el del clasicismo romanista de abordar la imitación de la naturaleza- que asoma por medio del gesto. Porque son, sobre todo, la boca entreabierta, que deja ver los dientes labrados, y la mirada puesta en lo alto las que proporcionan cierto asomo expresivo de raíz naturalista a una faz cuyo perfil, realzado por una poblada barba y unos cabellos de largos y poco abultados mechones que caen por la espalda, se convierte así en centro emisor desde donde fluye con mayor nitidez el mensaje que encierra la escultura en relación con el propósito esencial de la misma: invitar al espectador a la reflexión acerca de la trascendencia del acontecimiento al que asiste, en consonancia con la misión primordial que la Contrarreforma adjudica al arte religioso y que no es otra que la de instruir al pueblo en los artículos de la fe, excitar su devoción a Dios y la práctica de obras piadosas (16), según establece el decreto trentino sobre las imágenes o indica la opinión al respecto del pintor Juan Fernández Navarrete, ésta transmitida con las siguiente palabras del P. Sigüenza cuando el San Mauricio hecho por El Greco para el Escorial: (17)

«(…) los santos se han de pintar de manera que no quiten la gana de rezar en ellos, antes pongan devoción, pues el principal efecto y fin de la pintura ha de ser ésto» (17).

      Final       

 

Ese concierto de aspiración de orden como fundamento artístico, en el que todavía se advierte un sedimento de ascendencia clásica, y búsqueda de valores expresivos, aunque sin incurrir en una gratuita intensificación dramática pretendiendo alentar un emocionalismo fácil, constituye, en suma, la esencia del lenguaje que esta obra pone al servicio de aquella finalidad señalada para el arte religioso por el pensamiento postridentino. Un concierto cuyos dos componentes mencionados estarían respectivamente impresos en la elegante actitud de las manos, nada crispadas, y en el emotivo rostro. Y justamente la equilibrada síntesis de ambos componentes, junto con la relativa robustez del cuerpo y la blandura de los paños, invita a adjudicarle una cronología próxima a 1600 y, en todo caso, anterior a la del retablo barroco que antaño la albergara.

Mayor dificultad entraña, sin embargo, asignarla con suficientes garantías en el haber de un determinado artífice, pues si bien en los últimos años ha mejorado sustancialmente el estado de los estudios sobre la escultura aragonesa de esa época, todavía quedan por perfilar muchas de sus personalidades artísticas. Desde luego, entre otros eminentes escultores del momento, no cabe adjudicarla a Juan de Rigalte, fallecido en 1603 y que sólo tardía y superficialmente incorpora las maneras romanistas, a Pedro de Aramendía, yerno del anterior, que cultiva un romanismo de talla seca y rígida figuración, o a Pedro Martínez de Calatayud, que, con su idealismo formal de corte clasicista, representa uno de los máximos exponentes de la escultura romanista en Aragón. Ni siquiera a Juan Miguel Orliens, que renueva su lenguaje romanista infiltrándole crecientes dosis naturalistas y con cuya producción mostraría mayor proximidad nuestro Cristo a la columna: así lo pregona su parangón con la efigie de San Sebastián perteneciente al retablo mayor de San Martín del Río (T

eruel), labrado por Orliens con la ayuda de su cuñad o Juan Acuno entre 1613 y 1616; pero, acto seguido y después de esta primera impresión, es menester admitir que sus afinidades resultan insuficientes para mantener semejante autoría (18). Y así cabría continuar descartando, uno tras otro, los nombres de los principales escultores ya caracterizados entre los activos en aquel entonces en tierras aragonesas.

Sea como Fuere, se trata de una pieza de buena factura, que en modo alguno desmerece en el, por cierto, no muy brillante panorama de la escultura aragonesa en el tránsito del siglo XVI al XVII. Y lo que es más importante, más aun que sacar a su autor del anonimato, su conocimiento se ha difundido en los últimos años merced a la antedicha recuperación, por parte de la Cofradía del Señor Atado a la Columna, de la función procesional con la que originalmente, a juzgar por su aspecto más de auténtica figura exenta que de simple bulto redondo, debió ser concebida y realizada.


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